Densos nubarrones cubrian el encapotado cielo, y un silencio apacible reinaba en la ladera de la colina.
De pie, sobre la fresca hierba, yo observaba ese instante en el tiempo.
Una diminuta gota de rocío se deslizó silenciosa y sin querer, por entre la superficie esponjosa de las nubes allí arriba y suavemente se precipito en caída libre.
El Sol rediante hizo entonces su aparición por detrás de la cuesta y fue siguiendo el viaje de la pequeña gotita de lluvia, destellando haces de luz plateada a través del aire.
El Sol rediante hizo entonces su aparición por detrás de la cuesta y fue siguiendo el viaje de la pequeña gotita de lluvia, destellando haces de luz plateada a través del aire.
Y sucedió que miles de pequeñas gotas perladas, siguiendo el camino de su compañera, comenzaron a caer una tras otra como una delicada llovizna primaveral rociando el follaje y la verde pradera que se fue tiñendo de colores vivos.
Una intensa luminosidad cubrió el cielo y un aroma a tierra mojada fue deslizándose por la campiña.
La silueta del arco iris se contorneó entre las praderas cruzando el cielo y perdiéndose por detrás de la colina. El cielo se volvió anaranjado y los nubarrones oscuros se colorearon de destellos fulgurantes.
Y de pronto un ave de un blanco brillante llegó surcando el aire y fue cortando con su vuelo las gotitas de rocío.
El contraste con los colores del paisaje obnubilaron mi vista y como un destello de otro mundo la vi pasar, majestuosa; se detuvo unos instantes en su vuelo, observó el paisaje extasiada, inhaló el aroma puro de aquellas tierras y luego como quien nunca hubiera estado, sabiéndose eterna, continuó su viaje hacia el Sol y hacia el poniente de los tiempos.